Los trofeos de mi papá fueron protagonistas de mis primeros juegos. En esa época de bebé, yo jugaba a romperlos. Y mientras más creativamente los rompía, mi papá menos se preocupaba.
Pocos años después, con mis hermanos esperábamos ansiosos a que llegara papá con un nuevo trofeo, pero esta vez para cuidarlo, sumándolo a nuestra colección: los trofeos de papá.
Luego, la última vez, nos trajo de regalo una medalla, que por entonces le recriminamos por pequeña, a pesar de llevar la inscripción de campeón de la categoría primera de tenis single de las Olimpíadas Médicas Argentinas.
Desde que terminamos la escuela primaria papá ya no vino con trofeos y prácticamente no jugó más al tenis; trabajar con mamá para brindarnos todo (y más) de lo necesario para nuestro crecimiento, esa fue su única dedicación.
Pasaron sus extraordinarias creaciones empresariales, sus apasionantes actividades de investigación académica, filantropía y voluntariado, y una horrorosa crisis nacional que casi lo destruye.
Por más de dos décadas ése siguió siendo nuestro papá, aunque mucho, pero mucho más viejo, cansado, y sin trofeos para regalarnos.
Ayer, a unos diez años de que nos llamara para contarnos sobre un castillo destruido, papá nos envió esta foto: Campeón del Tenis Club Argentino, mayores de 65.
¡Ése es mi papá! ¡Ése es mi papá! ¡Ése es mi papá!
El Castillo Fabrega 